John Banville
John Banville profesa una devoción excepcional por la frase. Su literatura, ha dicho, no se estructura en párrafos, sino en esas moléculas lingüísticas que sostienen la esencia de su escritura.
En una charla con la periodista Mary Jordan, el novelista irlandés confesó: “No soy muy bueno con los párrafos, pero no soy tan malo con las frases. Confío en la frase para crear personajes, para urdir una trama”.
Gracias a esa simpatía, se ha creado fama de narrador meticuloso. Con paciencia tibetana, invierte horas en la búsqueda de la palabra precisa para depurar la novela en turno. No obstante, la pluma del Premio Princesa de Asturias 2014 es prolífica. Ha escrito cuentos, literatura para niños, obras de teatro, guiones y una treintena de novelas, doce de ellas firmadas con el seudónimo Benjamin Black.
Para los lectores anglosajones, este alter ego ha quedado definitivamente sepultado, pues de ahora en adelante —por apetencia de Andrew Wylie, su agente— todos sus libros llevarán en la portada el nombre John Banville. Para los adeptos hispanohablantes, en cambio, se trata de un exilio motivado por la popularidad descomunal de Black en ese mercado, que le permitió al “maestro de la novela negra” seguir viviendo en los confines de la lengua española.
Así pues, Benjamin Black acaba de publicar Quirke en San Sebastián, la octava entrega de la serie protagonizada por el entrañable, aunque alcohólico y decadente, patólogo forense que visita tierras españolas con miras a disfrutar de su clima primaveral. Pero Banville/Black advierte: “Pobre hombre, no sabe lo que le espera bajo el sol de España…”.
En entrevista, Banville habla, entre otras cosas, sobre su particular manera de ejercer el oficio de escritor y sobre su relación con la muerte, las ciudades y la soledad.
En La rubia de ojos negros resucitó al detective Philip Marlowe, de Chandler, y en La señora Osmond hizo lo propio con Isabel Archer, de Henry James. ¿Ha pensado en la posibilidad de que, dentro de unos 50 o 70 años, alguien pueda apropiarse de Quirke como personaje? ¿Aprobaría esa idea?
Bueno, me gustaría pensar que sí, pero me temo que mi pobre y viejo Quirke nunca se convertirá en un personaje emblemático e inmortal como Marlowe o Isabel Archer. Sin embargo, es una buena idea. ¿Quién sabe?
También pienso en Conan Doyle cuando mató a Sherlock Holmes. ¿Alguna vez ha sentido que ya tuvo suficiente de Quirke? ¿Se ha sentido atormentado por su propio personaje?
Los personajes están hechos de palabras. A lo sumo, diría que son marionetas. Los sacamos de sus cajas y manipulamos sus hilos para urdir la trama y hacerlos vivir sus pequeñas vidas ficticias, luego los guardamos y los olvidamos. Por supuesto que llego a cansarme de Quirke y de sus malhumoradas e interminables quejas. A menudo pienso que podría matarlo, pero luego me doy cuenta de que lo necesito para darle cuerpo a una trama. Creo que en alguna obra futura lo emparejaré con mi nueva marioneta, St. John Strafford, y los dejaré tener una aventura juntos. Anticipo que no se caerán muy bien.
Con una bibliografía tan profusa, uno pensaría que usted domina la estructura de la novela con una mano en la cintura. ¿Escribir ficción aún le representa un desafío?
Escribir siempre es un desafío. Cada mañana me siento frente a mi escritorio y pienso: “no tengo idea de cómo hacer esto”. Luego logro escribir algunas palabras, quizá una oración, después un párrafo… Entonces escribo una o dos páginas, guardo mi pluma, me tomo una copa de vino y disfruto la tarde. Luego amanece otra vez y de nuevo no tengo idea de cómo escribir. Así es la vida de un escritor.
Hábleme de su relación con la muerte, el tema central de casi todas las novelas negras. En estos tiempos en que nos hemos sentido más vulnerables, ¿cómo lidia usted con esa idea, con la muerte como concepto?
Una vez escribí una pequeña obra de radioteatro en la que imaginé qué sucedió cuando el poeta Paul Celan, cuyos padres habían muerto en los campos de exterminio, pasó una tarde con Martin Heidegger, el nazi impenitente, en su cabaña del bosque. Nadie sabe de qué hablaron ese día —quizá solamente del clima—, pero yo les hice tener una conversación imaginaria. En algún punto, Celan le pregunta a Heidegger por qué se había unido a los nazis. Ésta es la respuesta de Heidegger:
“¡Por su trágica afirmación de la muerte! La muerte es la prueba más notable de la existencia humana. La muerte se para junto a una partera y le quita al niño de las manos diciendo Ven conmigo, porque yo soy quien da la vida. Todo lo que somos y hacemos cobra sentido por el conocimiento de la muerte. Esa es nuestra tragedia y también nuestra gloria. La existencia —Dasein, ser ahí— es un proceso, y ese proceso es el Tiempo, y el Tiempo, para cada uno de nosotros, tiene un final. La muerte nos conduce al futuro yermo, es nuestra única guía”.
Cuénteme ahora sobre su relación con las ciudades. ¿Cómo influyen en su escritura?
Nací en un pequeño pueblo irlandés, y sospecho que en el fondo sigo siendo una persona más adepta a los pueblos pequeños. Claro que amo las ciudades, algunas más que otras, pero me gusta vivir en lugares cerrados. Me enamoré de San Sebastián el día en que llegué, y es por eso que ambienté mi novela ahí. Supongo que quería darle a Quirke unas vacaciones. Pobre hombre, no sabe lo que le espera bajo el sol de España...
¿Un escritor puede escribir aun cuando no se enfrente a la página en blanco? Es decir, ¿la literatura es posible incluso mientras se hace cualquier otra cosa?
Para mí escribir es un trabajo de 24 horas y siete días a la semana. Escribo incluso cuando duermo, pero en ese caso todos lo hacemos: piensa en tus sueños, cada uno es un breve relato desordenado. Como dijo Nietzsche: todo hombre se convierte en artista cuando duerme.
Quirke aprecia la soledad, ¿y usted?
Oh, muchísimo. La pandemia no me ha afectado en absoluto, porque he pasado la mayor parte de mi vida en soledad. No obstante, extraño los restaurantes. Tengo fantasías sobre mi primera comida en un restaurante después de recibir la vacuna.
Publicada originalmente en Laberinto, de MILENIO.