Perder el nobel

El viaje de la Traductora

¿Qué distingue a los traductores de otros eslabones de la cadena libresca? Nada los define mejor que un término robado a la zoología: anfibios. Como pocos, los traductores experimentan el tormento placentero de llevar una vida doble. Se juegan el nombre para deleitar a dos antagonistas igual de severos: el autor de una obra y su futuro lector.

Dice Alberto Manguel que “traducción es el nombre que usamos para designar el acto más íntimo de la lectura, porque toda lectura es una traducción”. Entonces, ¿renunciar a esa transacción lingüística equivale a privarse del placer de la intimidad?

En 2005, la traductora estadunidense Laura Esther Wolfson fue invitada al PEN World Voices como intérprete de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, quien por entonces era un personaje más bien desconocido para la mayoría. Nadie imaginaba que diez años más tarde la autora de Voces de Chérnobil ganaría el Premio Nobel de Literatura.

Entrenada desde la universidad en lengua y cultura rusa, Wolfson resultó ideal para el trabajo. La calidad de su interpretación simultánea consiguió que Alexiévich contactara a su agente para proponerla como encargada de traducir sus libros al inglés.

Su desempeño en aquella sesión la elevó a una posición de superestrella local de la traducción. Pronto comenzaron a llover las ofertas para trabajar con otros autores rusoparlantes. Su futuro cercano se antojaba prometedor. Excepto que una enfermedad respiratoria crónica y costosa frenó su despegue. Aun con una precaria salud a cuestas, Wolfson halló tiempo y energía para realizar las pruebas de traducción que solicitaba la editorial.

Las siguientes líneas pertenecen a Perder el Nobel, ensayo ganador en 2017 del premio Notting Hill Editions que se otorga en Reino Unido, y que publicó en México la editorial Gris Tormenta.

Escribe Wolfson: 

“Terminé las páginas y las dejé a un lado. Cuando volví a ellas unos días más tarde, me sentí desconcertada: ¿Qué le había hecho a Svetlana? Todo en mi interpretación era correcto, pero nada estaba bien. [...] Rechacé el proyecto alegando problemas de salud”.

Pero Wolfson sabía que no era su enfermedad el verdadero motor de aquel rechazo. Era la sensación de impotencia ante la imposibilidad de extender con honorabilidad el acto literario de Alexiévich a su propia lengua.

¿Cuántas horas habremos malgastado pensando en las oportunidades perdidas? En 2015, cuando el mundo por fin descubrió la literatura de Alexiévich tras el anuncio del Nobel, Wolfson pasó días y noches alternando la recriminación a sí misma con reflexiones sobre las circunstancias desaprovechadas. Pero consiguió lo que pocos logran: encauzar sus frustraciones hacia la creación. Así, encontró tiempo para dedicar a sus propias aspiraciones como escritora, aunque no abandonó por completo la traducción, ese oficio que adoptó con la entraña de quien defiende a su patria en un combate, y que ejerció incluso en los linderos de la convalecencia.

En Perder el Nobel, Wolfson traza su propio viaje del héroe, con sus vicisitudes, rechazos, profundidades y recompensas. Y, claro, su propio retorno a casa, luego de haber hallado el elixir del conocimiento.


Publicada originalmente en Laberinto, de MILENIO.

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