Daniel, Me Estás Matando
Grandes conocedores de la tradición musical romántica, Daniel Zepeda e Iván de la Rioja inventaron una renovada manera de explorar el sentimentalismo. Sus canciones son flechas que apuntan hacia las honduras de nuestras pasiones y descalabros. Como los grandes maestros de la canción, han sabido descifrar la paradoja esencial del ser enamorado, ávido de un idilio sin tiempos pero propenso a quebrantarse ante el asomo de cualquier desdén.
El suyo es un estilo en perpetua reinvención. Escuchar uno de sus álbumes es transitar de la coquetería desparpajada, el amor arrebatado y la jocosidad más auténtica a las angustias, los tormentos y el chingado deseo de sentirse querido. Genialidad en estado de pureza.
El uso de adjetivos en esta descripción no es un capricho mío, es un efecto colateral del género que Daniel e Iván inauguraron: Daniel, Me Estás Matando, creadores del boleroglam.
Ciertos músicos merecen ser recordados como revolucionarios de un género o corriente: los Beatles llevaron el rock a terrenos insospechados, Bob Dylan nos recordó que la palabra y la melodía son criaturas indisociables, y Celia Cruz desafió al mismo tiempo las reglas de la composición y la gastronomía cuando mezcló la salsa con el azúcar. De modo similar, Daniel e Iván absorbieron un lenguaje centenario y, con la pericia del nigromante, lo transformaron en un prodigio musical que suena, también, a futuro.
Escuché a Daniel, Me Estás Matando por primera vez en 2018. “Qué se siente que me gustes tanto”, un título tan sugerente como contagioso, fue el primer sencillo que la banda presentó al mundo. Un año más tarde, esa canción coronó su álbum debut, Suspiros (2019). Desde entonces, la trayectoria ha sido meteórica. Entre 2020 y 2021 lanzaron dos producciones: Grandes Éxitos del Boleroglam Vol. 1 y Grandes Éxitos del Boleroglam Vol. 2. Hace unas semanas estrenaron su álbum más reciente, Cómo arruinarte la vida.
A la fecha, la producción oficial de Daniel, Me Estás Matando abarca más de 60 canciones y una suma inusitada de colaboraciones. El grupo ha llevado el boleroglam a decenas de ciudades en México y a varios escenarios de España. El próximo 30 de noviembre actuarán por primera vez en el Auditorio Nacional. En la víspera, los músicos atienden esta entrevista por videollamada.
***
En la pantalla aparece Iván de la Rioja, con un alacrán de tinta en el cuello, cabello a rape —aunque en otros tiempos presumía una melena envidiable—, septum en la nariz y sonrisa amplia que contrasta con el mohín malencarado que exhibe en las portadas de Grandes Éxitos del Boleroglam. De voz aguda al estilo de Germaín de la Fuente, de Los Ángeles Negros, Iván es multiinstrumentista, DJ y un portento de los sintetizadores y las cajas de ritmos.
Aparece también Daniel Zepeda, que de tanto en tanto se entretiene retorciéndose el bigote deslumbrante. Perteneciente a un linaje notable del medio artístico —es nieto de María Victoria e hijo del productor y compositor Rubén Zepeda— Daniel es un baterista de primera línea, un bailarín intrépido sobre el escenario y un hábil jugador de ping-pong.
Curtidos en la escena del jazz mexicano, Daniel e Iván se conciben como “obreros de la música”. Entre otras cosas, han escrito scores para telenovelas, jingles y canciones para sus colegas. Esa disciplina camaleónica les ha permitido dar forma a una estética propia, un proyecto con denominación de origen y reglas bien delineadas.
—No tenemos tantas canciones en el baúl. O ya nos gustan o las hacemos funcionar —dice Daniel.
—Es verdad, el aprovechamiento es muy alto —secunda Iván—. No hemos descartado ninguna canción para siempre, eso ha hecho que podamos hacer discos cada año.
—Va a sonar asqueroso y soberbio de mi parte —advierte Daniel—, pero somos una banda muy autosuficiente, por eso hemos sido capaces de reinvertir cada año en un nuevo disco.
Bastan pocos minutos de charla para notar la complicidad que envuelve a este par de músicos. No es difícil imaginar que su afinidad en el diálogo es una extensión de sus simpatías en el estudio de grabación.
Ivi (a estas alturas me permito la confianza de llamarlo así) confirma mi conjetura:
—Tenemos una dinámica muy práctica. Cada quién, en su soledad, hace sus canciones, pero en otras oportunidades también nos hemos juntado a escribir alguna canción que necesitamos.
—Y si yo le enseño una canción a Iván —complementa Daniel— es porque a mí ya me gusta, porque, si por mí fuera, así se quedaría. Pero cuando se la mando, él me abre los ojos en varios sentidos: “esta palabra está asquerosa, esta estructura no me gusta, invierte los versos, cambia estas dos o tres palabras…”. Y así es como hemos hecho funcionar las situaciones. Yo sé cuáles son sus inquietudes y él sabe cuáles son las mías, entonces somos muy buenos para llegar a un punto medio en casi todo.
—Yo creo que la clave de por qué funcionamos bien es que en el estudio trabajamos demasiado rápido —presume Ivi—. Podemos hacer una canción y acabarla completa en un día en el estudio.
—¿Un día? —pregunto, asombrado.
—¡Sí! —se apura a responder Iván—. Para Suspiros, hubo un día en que hicimos tres canciones que están tal cual en el disco.
La cantautora australiana Sia es conocida por su velocidad para componer hits. Escribió “Diamonds” para Rihanna en 14 minutos, y “Titanium” en 40. Pienso también en los grandes compositores del pasado, capaces de escribir sinfonías enteras en pocas horas. Me atrae la idea de imaginar a Daniel e Iván como parte de esa estirpe de velocistas. Después de todo, como músicos formados en el jazz, son proclives a la improvisación perpetua. O quizás es que operan bajo la lógica de Leonard Bernstein, quien entre otras máximas excepcionales nos legó ésta: “Para lograr cosas geniales se necesitan dos cosas: un plan y poco tiempo”.
***
Autor de obras irremplazables en el cancionero mexicano, Roberto Cantoral se atrevió a cantarle a los objetos —un reloj, una barca, un teléfono— cuando el resto le cantaba a los sentimientos desmedidos. Algo parecido ocurre con la música de Daniel, Me Estás Matando: en sus canciones, la excitación se mide en unidades de diez pasos, el afecto se extravía en los aeropuertos junto al pasaporte y el despecho se envía sellado en postales.
Cómo arruinarte la vida sintetiza el estilo que el dúo ha perfeccionado a lo largo del último lustro. Con singular exactitud, este álbum retrata el cortocircuito que ha dejado inoperantes a tantos corazones. En “Seguir vivo no es vivir”, el amor pena en el panteón de la desdicha (“Tengo tumbas en el alma / y por más flores que traigas / sepultada está mi fe”). Pero más adelante, en “Sólo Tú”, ese mismo sentimiento asciende a la jurisdicción celestial (“Sólo tú / Mirada nueva y a la vez común / Me abres un cielo que, aunque no es azul / Me tienes volando aún”). Inmediatamente después, el sinsabor vuelve a reclamar terreno para que Iván le cante a una amarga compañera: “Tristeza, soy yo de nuevo”.
Sobre este tema, Ivi me cuenta: “Yo quería tener una canción que sonara a las cosas que me gustan: Rolando Laserie, Cheo Feliciano, Héctor Lavoe… Me gusta toda esa movida y yo quería que la canción sonara a eso. ‘Hola, soledad’, de Laserie, es una referencia directa para ‘Tristeza, soy yo de nuevo’”.
***
Experto en la historia del bolero, el investigador mexicano Rodrigo Bazán Bonfil escribió Y si vivo cien años: antología del bolero en México. En las primeras páginas, sugiere que todo el cancionero de este género de raíz cubana se puede resumir en tres temas: Amor feliz, Amor desdichado y Desamor. También la música de Daniel, Me Estás Matando encaja ahí. No obstante, hay algo que la distingue: la conciencia de que hoy el amor —y la desdicha, por supuesto— no se expresan como antes.
Imposible negar la violencia enmascarada en algunas de las obras maestras de la canción mexicana: de la intimidación adolorida de Álvaro Carrillo (Se te olvida / Que hasta puedo hacerte mal si me decido) al “estás hecha a mi ley” de José Alfredo (Te vas porque yo quiero que te vayas / A la hora que yo quiera te detengo / Yo sé que mi cariño te hace falta / Porque quieras o no yo soy tu dueño).
Lanzo una pregunta:
—¿Piensan en la manera de comunicar el mensaje cuando escriben sus letras?
—Cuando comenzamos la banda, era casi una obsesión para mí fijarme en el mensaje —responde Iván—. Ha pasado el tiempo y me doy cuenta de que es muy importante poner la música en su contexto. No es lo mismo cantar una canción ahorita que en los años 60 o en los 40. Por otra parte, también me gusta hablar de cosas que son parte de la cultura, no para sugerir que están bien, sino para que la gente sepa que hay que trabajar en eso. Tengo una canción llamada “Ya sé”, que habla de un vato que quiere regresar forzosamente con una chava que no le hace caso. Eso es claramente un comportamiento tóxico y machista, pero es tan exagerado que da risa. Se trata de enunciarlo desde un lugar que no sea una apología, sino una exhibición de la ridiculez.
—Ya somos parte de otra época, en la que se nos hacen inconcebibles ciertas cosas —explica Daniel—. José Alfredo tiene canciones maravillosas que pueden vivir en cualquier época, como “Si nos dejan”. Pero por el otro lado está “La media vuelta” o “Te solté la rienda”... Ahorita no es que yo tenga cuidado, es que simplemente no pienso esas cosas, porque pertenezco a otra época de la humanidad. No podría decir “porque quieras o no, yo soy tu dueño”, porque esa forma de ver el amor ya ni siquiera la vivo.
En la música de Daniel, Me Estás Matando, el amor colinda con el humor. Quizás el ejemplo más evidente de este rasgo sea Grandes Éxitos del Boleroglam, Vol. 2 (tercer álbum de estudio), donde encontramos canciones como “Ay, Loloncho”, “Bien pedx, pero bien chidx” y “No te agüites”. Sin miramientos, Daniel e Iván juegan con los géneros y se divierten haciendo música.
—¿Cómo conciben el humor dentro de su proyecto?
—Eso es algo que ha estado en las pláticas de este proyecto desde el día menos cinco —explica Iván—. Daniel y yo tenemos un humor que no es igual, pero combina. Sobre todo, detestamos la solemnidad de los artistas. Me parece superreprobable, incluso elitista, sobrevalorar lo que hace un artista. Entonces, tratamos de llevar el estilo de nuestra convivencia a la música, que se note qué tipo de personas somos. Nos da mucha tranquilidad no tener que fingir un personaje. Así somos; si les gusta, está chido, y si la música les gusta, también está chido.
***
El plató del Auditorio Nacional ha atestiguado incontables conciertos durante más de medio siglo. El próximo 30 de noviembre, cuando Daniel, Me Estás Matando haga sonar ahí los tersos acordes del boleroglam, se sumará a esa lista de consagrados.
—¿Qué representa para ustedes actuar en ese escenario? —hago la pregunta obligada.
—Es muy importante para nosotros manejar la emoción y los nervios —apunta Ivi—. A diferencia de otro tipo de proyectos que tocan ahí, nosotros somos completamente independientes: no tenemos una disquera, ni un equipo de management, o de booking. Nosotros estamos detrás de cada decisión que se toma y eso ayuda mucho para los nervios.
—Personalmente —dice Daniel, con una sonrisa pícara—, trato de no sobrepensar las cosas. Conozco la responsabilidad que se necesita para tocar ahí. Nos hacemos responsables de vender la mayor cantidad posible de boletos. Se llene o no, sentimos que somos muy afortunados de aspirar a eso. Me he dado chance de estar ilusionado… Y tampoco es nada del otro mundo. Mucha gente toca ahí, y para hacerlo sólo se necesita rentarlo.
Iván se rompe en risotadas. “Es que yo no podía tener una banda con nadie más, estoy seguro de eso”, alcanza a decir.
Debo concluir la charla y pienso que no hay mejor manera de hacerlo que con este despliegue de autenticidad. Sospecho que es el nerviosismo de Daniel el que habla; o quizás es esa mezcla de humor y desenfado que empapa también a sus canciones.
Ningún género ha calado en el amor como el bolero. Sus acordes han sido trasvasados de una guitarra a otra en el transcurso de las décadas. Con gran oficio y mucho corazón, Daniel Zepeda e Iván de la Rioja consiguieron la proeza de ensanchar sus posibilidades. La música de Daniel, Me Estás Matando es el recordatorio de que sólo hay algo peor que un corazón roto: un desamor que no se canta. No quisiera explicarlo. Simplemente, es verdad.
Publicado originalmente en Laberinto, de MILENIO.