Laura Itandehui
Los conciertos de Laura Itandehui comienzan por la puerta de atrás. La tercera llamada encauza las miradas hacia la única silla que permanece vacía, la que está al centro del escenario. El silencio se alarga y desde el trasmundo llega el sonido del marcapasos del Caribe: la clave. Mientras los maderos percuten a ritmo de son, Laura entona un himno a la frugalidad: “Yo no necesito de mucho, tan poquito necesito yo”. Avanza hacia el escenario con el paso ligero de quien olvidó las congojas en el camerino. Se planta sobre las tablas y termina la canción con un llamado al convite —“Dos copitas de vino pa' brindar / Y jicaritas pa' cuando haya mezcal”— y un jocoso ultimátum al estilo del Negrito sandía: “O ya verá”.
Escribió la canción que inaugura cada una de sus presentaciones desde la soledad de una azotea, sitio a menudo imaginado como un territorio de incuestionable serenidad. No obstante, mientras Laura contemplaba el horizonte desde las alturas, una cuenta regresiva le pulsaba las sienes.
El documental The Beatles: Get Back, dirigido por Peter Jackson, confirmó que incluso las leyendas del rock palidecen ante los plazos de entrega. En 2018, Laura Itandehui experimentó un apremio similar. Había conocido al enigmático pero ubicuo Augusto Bracho, quien por entonces organizaba unas alucinantes tertulias musicales cuyo nombre hace justicia al temple bohemio: el Cantinazo. Ahí los músicos, casi siempre arropados por la medialuz, se presentaban sin más recursos que su voz y algún instrumento acompañante.
Laura presenció el espectáculo con asombro. En su primera visita pensó que no conocía a casi nadie y, sin embargo, algo en el entorno le resultaba familiar. Recordó que había fantaseado con ofrecer conciertos en ese formato acústico, que la promoción se haría con carteles ilustrados artesanalmente y que el contacto con el público sería palpable. Aquel era su entorno soñado.
Pero la noche le guardaba otra sorpresa. Al terminar la velada, Bracho la llamó a su mesa, la interrogó con la curiosidad de quien trama algo maquiavélico y al final le propuso: Oye, pero tú tienes canciones, le dijo con ese acento indudablemente venezolano. ¿Por qué no haces tú un Cantinazo?. Aunque entusiasmada por la sugerencia, Laura vaciló antes de aceptarla. Tenía un par de canciones escritas, pero no mucho más. Conocía los requisitos para integrar la franja de artistas del Cantinazo (presentar música original en una sesión acústica y en solitario), pero en ese momento no los reunía. La oferta, sin embargo, estaba ahí. Yo no hago nada de eso, admitió Laura, pero si tú confías en mí yo lo hago.
Un apretón de manos cerró el acuerdo. El Cantinazo de Laura sería el 26 de septiembre de 2018. Por delante había cuatro meses que ella tendría que exprimir para componer suficientes canciones.
Con olfato de sabueso, Augusto Bracho sembró esa noche el germen de lo que, pocos años más adelante, se convertiría en el primer álbum de Laura Itandehui.
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Laura nació en 1993 en Oaxaca de Juárez. Lo constata su acta de nacimiento. Sin embargo, su familia se avecindó en la Ciudad de México desde que ella era muy pequeña. Tenía cuatro años —era la época en que las Spice Girls y los Backstreet Boys colmaban las frecuencias de la radio— cuando sus padres le pusieron un violín entre las manos. Estimaron que el instrumento insignia de los Stradivari involucraría la complejidad suficiente para que la niña estimulara al máximo sus habilidades motrices e intelectuales.
El mejor instrumento para identificar una vocación es su ausencia. Laura Itandehui cumplió 13 años convencida de que la suya sería cualquiera excepto tocar el violín. Cuando reunió el valor necesario para promulgar su rebelión, sus padres le ofrecieron la posibilidad de abandonarlo a condición de elegir un trajín distinto. Esa misma noche emprendió la búsqueda de una nueva afición, pero sólo halló un vacío tremebundo. ¿De verdad estaba dispuesta a renunciar a eso que había cultivado con porfía durante tantos años?
Como si se tratara de un oráculo, descubrió un video de Jascha Heifetz, violinista lituano naturalizado estadunidense. Su ejecución del Concierto en Re Mayor, de Tchaikovsky, renovó el lustre de su afecto por el violín. Su vocación sería musical o no sería.
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Laura Itandehui pertenece a la última generación de niños que realizó sus primeros viajes en carretera a bordo de automóviles capaces de reproducir cassettes. Un día nublado de marzo, le pregunto cómo son sus recuerdos musicales de la infancia. Sentada frente a un té en uno de los patios de la Cineteca Nacional, alza la vista y sus ojos parecen reproducir la película de su niñez. “Escuchaba un montón de cosas. Recuerdo mucho huapango huasteco, mucho jazz… En todos los viajes escuchábamos el concierto de Chava Flores en Bellas Artes y un cassette de Joan Manuel Serrat. También recuerdo a [Víctor] Jara, a los Beatles, los Carpenters, José Alfredo…”.
De esos años también recuerda el piano de su padre, Jorge. Aunque es biólogo y matemático especializado en epidemiología, también es un empeñoso ejecutante de Chopin, Schubert y Mozart. Cada vez que sus dedos interpretaban el Rondó Alla Turca de Wolfgang Amadeus, Laura y su hermano convertían la sala en una arena de persecuciones.
En ese mismo piano, años más tarde, Laura compondría “Cuido tu recuerdo”, la canción que cierra su álbum debut.
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Faltan 42 días para el Cantinazo. A pesar de que ha ensayado numerosas ideas, ninguna le parece digna de presentarse en vivo. El tiempo se agota, pero Laura tiene a su favor un arsenal de emociones al rojo vivo. Extiende un fólder y traza un calendario. Una semana antes de la presentación, le pone punto final a la última canción.
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“Comprender / que a veces está bien no entender / a las cosas que no pueden ser”. Este verso pertenece a “Trataré”, segunda canción del álbum Laura Itandehui. La frase también podría resumir un periodo aciago de su adolescencia.
Tras varios años en clases individuales, se inscribió a la Academia Yuriko Kuronuma para instruirse como violinista. Presentó una audición a la Escuela Nacional de Música —hoy Facultad de Música de la UNAM—, pero no consiguió entrar. De modo simultáneo, había empezado a tomar clases particulares de canto operístico con una maestra cuyo nombre prefiere omitir. Cuando le comunicó su intención de estudiar canto de manera profesional, obtuvo una respuesta más parecida a una resolución ministerial: “Uy, no, olvídalo. Tú no puedes cantar. Tienes un problema en las cuerdas”.
Aquello fue, para la joven Laura, una guillotina de aspiraciones. A los 17 años, se descubrió desprovista de toda certeza. Las cosas, por entonces, no podían ser.
Una y otra vez, la historia ha demostrado que el éxito pertenece a los reincidentes. Leonardo da Vinci fue descartado como decorador oficial de la Capilla Sixtina y a Walt Disney lo despidieron de un diario porque lo consideraron “falto de imaginación y buenas ideas”. No mucho tiempo después de aquel desencanto, Laura se matriculó en la Escuela Superior de Música para estudiar jazz. Ahí conoció, entre tanta gente, a Héctor Infanzón. “Ese hombre me ha abierto tantos caminos”, dice Laura. “Fue muy importante conocerlo y tomar clases con él. Me hizo ver que yo podía buscar mi camino y ser ambiciosa en mis metas, en lo que estaba buscando”.
Al terminar la carrera, atravesó la gruta del desconcierto. Rodó de acá para allá, como dice la canción de Pérez Botija: entre otros proyectos, fue parte de la Orquesta Nacional de Jazz y cantó en el Ensamble Vocal K'ay Ha'.
Después de tanto tratar, Laura consiguió que las cosas sí pudieran ser.
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En 2021, Laura Itandehui estrenó su álbum homónimo. Incluyó ocho de los temas que compuso para el Cantinazo. El día que conversamos me contó que está escribiendo de nuevo, en vísperas de materializar su segundo disco. Mientras tanto, sigue recorriendo el país con su guitarra y con su música. Y en cada presentación vuelve a cantar que no necesita de mucho. “La verdad, no me agüito si mañana sólo pudiera grabar mi voz o si ya no pudiera escribir canciones. Si eso ocurre de manera natural y si estoy tranquila con ello, entonces está bien”.
En un mundo acosado por la discordia, Laura ha encontrado el más precioso de los dones: la serenidad.
Publicado originalmente en Laberinto, de MILENIO.